Manifiesto nómada

Dice la Real Academia de la Lengua Española que Nomadismo es la condición del nómada y tiene su origen en la palabra griega νομάς, -άδος, nomás, -ádos, que haría alusión al que vive en el campo y se traslada continuamente. Y nómada, según también la RAE, sería aquel individuo carente de un lugar estable para vivir y que está en constante viaje o desplazamiento.

Nuestra especie, el Homo Sapiens Sapiens, lleva sobre este planeta en torno a 200.000 años y solo desde hace 10.000 años aproximadamente se hizo sedentario. Hemos sido un animal nómada durante más del 90% de nuestra historia, nos hemos reconvertido a sedentarios hace muy poco. Durante decenas de miles de años nos hemos movido continuamente detrás de la caza, éramos cazadores-recolectores siempre en constante movimiento, aunque solo fuera de manera estacional. De hecho, somos un animal diseñado evolutivamente para realizar largas caminatas, unos viajes a pie necesarios para perseguir recursos y buscar lugares propicios para nuestra existencia. En la actualidad aún quedan algunos pocos ejemplos de grupos humanos que siguen practicando ese nomadismo primigenio, son los restos y el recuerdo vivo de nuestra epopeya nómada como especie en el pasado: los Inuit en Groenlandia, los Tuareg en el Sáhara, los Chichimecas en México, los Yanomani y otros pueblos de la Amazonia americana, los pastores Mongoles de las estepas asiáticas o algunas tribus de África Central como los Pigmeos y los Baka…


En mi opinión, ese nómada ancestral habita dentro de todos nosotros influyéndonos más de lo que imaginamos, aunque sus «genes» se manifiestan en unas personas más que en otras. El gen viajero, el gen del caminante, el gen del movimiento constante late con mucha fuerza en muchos de nosotros, agitándonos y empujándonos constantemente a otro lugar. Ese nomadismo escondido y latente se expresa de muchas maneras: en la necesidad de viajar y conocer mundo, en la llamada de la aventura, en la determinación ante los cambios de vida laboral o personal, en el gusto por recorrer los caminos que surcan nuestro planeta, y también incluso en el impulso del paseo, esa inquietud que hormiguea nuestros pies y nos empuja sin remedio a salir de casa y a empezar a caminar sin rumbo por las calles de nuestra ciudad o por los campos próximos a nuestra localidad.

Ese nomadismo agazapado dentro de nosotros termina por transformarse en una especie de filosofía de vida. Convirtiéndonos en el elemento explorador del grupo, en la vanguardia de las nuevas geografías; siempre inquietos, siempre buscando otro lugar, siempre intuyendo y cabalgando el cambio. El nomadismo se torna de este modo en una filosofía del movimiento. La vida es movimiento y moverse significa estar vivo. Un impulso de búsqueda constante que nos salva al empujarnos de forma incesante hacia delante, hacia el futuro. Es la fe en encontrar nuevas praderas repletas de caza u otros lugares fecundos donde poder desarrollarnos. Es imaginar nuevos destinos y empezar a esbozar los caminos que nos llevaran hacia ellos. Si la única constante de la vida es el cambio, y ese cambio se manifiesta a través del movimiento, el nómada busca constantemente bailar con la vida, no perderla de vista, seguir su ritmo y aferrarse a ella, al son de la música que marcan las estaciones, los bosques, las estepas y los ríos.

Cuando la tierra se vuelve yerma, el nómada no lo duda: recoge sus pocas pertenencias y se pone en movimiento en busca de nuevos territorios fértiles. Sabe que la vida está en otra parte y tiene que salir a buscarla. Quedarse sería esperar la muerte lentamente, marchitar sin remedio. Toca elegir entre moverse o naufragar.

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